A veces, la poesía tiene que dar paso a la piedra. Al mineral que nos habla desde su verdad antigua, paleolítica, silenciosa. A la dureza que evita los tropiezos emocionales del alma. Pero otras veces, el lenguaje debe dejarse arrastrar por la inundación de la necesidad, dar paso al ritmo del agua que ninguna guitarra ni ninguna voz pueden imitar, dar paso al goteo incansable de la lluvia sobre las piedras, dar paso al torrente que, de tanto golpear en la solidez de la roca, termina por ablandarla, romperla, dejarle una herida. La herida que todo dolor, toda necesidad, toda sed nos entrega.
La poesía de Eduardo Soria transita entre estos lenguajes, entre estos instantes de la palabra que no se decide, finalmente, por la dureza o por la herida del agua. Es ambos a la vez. Ya desde el título, Eduardo Soria nos revela el ímpetu central de su obra: la sed. La sed que se compone de la sequía —como en el corazón de las piedras— y del agua ausente, del agua rogada, del agua que se estanca y se empoza —como decía Vallejo— en el espíritu, y por eso no puede calmar la sed. Ambos elementos, sequía y agua elaboran un lenguaje de metáforas complejas, de preguntas y de verdades incómodas.
A medida que nos adentramos en el libro, vamos sospechando que la sed propuesta en el título es una sed emocional, quizás ontológica. Me quedo con el término «sed emocional» porque, a pesar de la imprecisión semántica a la que me arriesgo al apelar a la palabra emoción, es la forma más cercana de traducir el trabajo de Eduardo Soria.
La garganta de la voz poética, seca, rocosa, empedrada de rabias, es una garganta que clama por el fin de la indiferencia como una forma de retornar a una cierta perdida humanidad. Entre las líneas de este libro se percibe el desencanto por un tiempo atravesado por la técnica excesiva, por el pragmatismo, por las santas leyes de la economía y por las santas leyes del individualismo. El consuelo que resta es una cansada, envejecida pro resistente empatía. Una búsqueda de sentir, de palpar en los poros de la consciencia la emoción humana, una sed de «Llegar, envolverse en la amada, como a un arma».
Pero la sed también es una sed de belleza, de asombro. Estos poemas tratan de enfrentarnos a la verdad de que el ser humano, ante las cosas, ante los hallazgos y las pérdidas, ha perdido la capacidad del encanto: sus ojos han sido plagados por la impostura y la velocidad y él mismo se ha fabricado trincheras contra la belleza del mundo. «No hay horizontes, ocasos. Hay pantallas, lupas cibernéticas», nos dice. Y luego, como afirmación: «En las ciudades, en macetas parques y parterres sobreviven vados de luz vegetal».
Los textos de Eduardo Soria nos enfrentan a la depredación del hombre sobre la tierra, a la violencia que hemos ejercido sobre un planeta que no nos pertenece pero que creemos nuestro, a la violencia cotidiana de saberlo y no hacer nada. La sed, el peso en la lengua, es una búsqueda por decir, por abrir los ojos ante la ruina y el canibalismo, en el triunfo del, como dice el poeta «gran desollador».
El desencanto solo puede mermarse —no combatirse ni derrotarse— con la palabra. Queda, en la poesía que busca ese encuentro con el sentimiento promigenio, pequeño, sobreviviente; en los momentos de silencio que evoca la quietud del poema para enfrentar a los «gallinazos del ruido»; queda en la certeza de afirmar que la piel tiene memoria y no ha sido convertida en roca definitivamente, queda la posibilidad de pensar, en este libro, que «serán las estrellas las puntas de las espadas que nos faltan».
Eduardo Soria sabe que esta sed debe saciarse. Por eso seguimos escribiendo y leyendo.