La muerte, el vestido y Margarita. Sobre Rapájara, de Margarita Laso.

Un ángel oscuro vuela sobre estas páginas. Llenas de animales, de plantas, de ojos que nos observan y alitas que se mueven, las páginas de la Rapájara tienen un regusto amargo, aliviado por la ternura de las cosas mínimas, alivianado también porque entre esas cosas ínfimas se cuenta la larguísima hilera de los seres humanos.

Nos miran las ranas en la boca del ave, los cerdos que serán hornado. La orca con ojo paciente de estrella y fauces hambrientas de venganza por el cautiverio. Una mujer nos descubre entre los desechos y transforma la herramienta oxidada en instrumento musical de otro planeta y otras mujeres, en otro poema, deshilvanan los capullos, y las hilanderas y las orugas nos cuentan el cuento de la seda:

Los impacientes tejedores

pasaron a la paila la olla             las burbujas

sin gemir

solo porque el lánguido oído humano

es incapaz de atender responsos

o alaridos de pequeños animales.

Salvo que se haya enamorado de ellos

o solo enamorado.

 

De las hojas de morera y esos hilos hechos con la muerte de la polilla nos eleva el libro hasta los páramos donde una helada justicia se ejerce sobre un tierno ladrón, un delincuente niño movido por el hambre, un robo y un castigo, una madre y una maestra viendo y oyendo los azotes, la crueldad cortando el aire, la crueldad que no es justicia. “Venadito enjuto” es el ladrón, que no puede correr a esconderse en cerro como conejo.

Al fondo de los sentidos los niños lacerados.

Toda forma de crueldad una injusticia.

Una forma de morir           piensa la maestra

y de matar.

 

Quien se esconde y se muestra tras los versos confiesa que en este libro “apenas hay palabras para la alianza / y la paciencia” y tiene, más bien, “animales rotos y salvajes/ pero no remedios”. Sí esboza refugios entre la cañadulce, en un acordeón, en el anhelo de un retorno y la oferta de un abrazo. Sabe que el olor es gatillo para la memoria y que también las flores dulces lo embriagan. La muerte no tiene remedio, pero la vida puede tener alivios.

El ángel de la muerte despliega sus alas en “Fracturas expuestas”, poema-sinfonía-collage que abarca en 19 fragmentos, en 19 postales, el relato de un horror que queremos comprender y sentir y sufrir como propio, pero que excede lo que la razón y el alma podían explicarse: los días del encierro por la peste, los días de los cuerpos muertos que se apilaron sin nombre que permitiera saber quiénes eran, las horas lentas y terribles que padeció Guayaquil, no nombrada pero descrita, no mencionada pero sugerida incluso en el epígrafe de Joaquín Gallegos Lara, no denominada pero presente en sus rincones, su calor, su gente y el drama sin fin que padecieron.

Guayaquil de mis horrores donde el olor se volvió “pulpo viscoso” que se escurre fuera de la “sábana gruesa rústica” que envuelve al cadáver en el humilde velorio en el suburbio. “El olor es este que camina con la lengua por tu cara”. Olor de carne muerta. Y el cuerpo muerto que sigue vivo, que es alimento de anémonas, brotes de almendra, flores negras y bejuco y sépalos. Y una viuda hablando al cadáver de su marido le dice,

Es que no tengo donde enterrarte

es que tendré que sacarte a la vía a ras de piso

antes del desayuno

En esa versión que conocimos del fin del mundo también el ángel de la muerte estuvo acaso superado y retado en sus fuerzas. Un poema se vuelve crónica de los números, relato de las cifras que tratan de explicar pero que son solo nuevas y más terribles preguntas.

Desbordado el hospital

rebasado el funcionario

rebosado el difunto

5 contenedores 237 restos humanos

131 sin identificar

Y en otra cara del poliedro, en otro dibujo del caleidoscopio enloquecido de esos días, estaban (todavía están, aún estamos­) los que buscan al padre, al hermano, al hijo. Querían, quieren, queremos reconocerlos por un tatuaje, un defecto, un adorno. Los buscamos sin hallarlos y dejamos de buscar y lloramos fuera de las tapias del cementerio ahuyentando a los otros buitres, los del show de las cámaras impúdicas: las bestias de ojos infinitos y nervios de cables que miraron y mostraron otros países igualmente bajo encierro. En Japón, nos recuerda un poema, los ciervos “dejaron los parques imperiales”, mientras acá solo bajó la noche.

Aquí baja la noche la lóbrega la rígida

la que huele

Oh gran madriguera funeraria

Por qué perdiste la huella de mi madre

Y hace planes la señora que vende aguas, en otra pequeña fábula de esos días de muerte, hace planes para que como a guagua la fajen bien si mismo le toca irse por la peste. Porque, llegada la hora, todo es una mortaja y hablando podemos conjurarla y hacerla más mágica y más hermosa que el más elaborado sarcófago.

Duele la memoria del encierro, de las fogatas donde se quemaron recuerdos de tantos cuerpos que empezaron a ser memoria. Duele que en la vorágine de esos días tantos nombres se hayan borrado, que el hilo del cuerpo con su nombre se haya roto y perdido.

700 muertos cada día

En cambio     las familias

colas y papeles                    prohibiciones

inscripciones exequiales procedimientos

¿y las cenizas perdidas?

¿acaso no eran entrañables?

 

Fracturas expuestas del paisaje

Una soledad sobre otra

Cundirán las ratas pero no el olvido

Y no hay “Un Caronte de palo” ni “Un pescador del sur”. “Dónde el enterrador que en otro tiempo/ cargaba una antorcha”, reclama el poema, eco de la memoria. Nadie hay que se lleve estos cuerpos que son los que fueron, que eran los que se amaba, que son ya recuerdo y material del olvido, carne no para el abrazo sino para nutrir la tierra o el fuego. Resuena el pedido de los que se han ido, su callada oración, su ruego:

No renuncies a mi nombre

ni dejes mis huesos derramar su fruta

sé su frazada

 

No me dejes huérfano de hermanos

sé mi manglar y mi memoria

 

Honrados esos muertos que la peste se llevó, el ángel oscuro de la Rapájara –pájara rapaz, cazadora de visión implacable y taquicardia eterna– repasa, raspa y rubrica las muertes de la casa. Recuerda al padre, amante de las canciones y los cantantes, que ahora han callado y no están ellos, los cantores, acompañándolo a su lado con sus tangos, que en algo servirían para curar las escaras que la postración deja como recuerdo cotidiano. Evocan los versos el centro de cuidados paliativos donde se espera el final con un reloj hecho de agujas de pinos y copas de cholanes.

a qué hora veré las flores del cholán

                          sobre una tumba

y en la calle de los pinos

las agujas del tiempo que pasó

 

En uno y otro recipiente, líquida y cobrando nuevas formas, fluye la muerte: la muerte caprichosa que habita en cada bala disparada, pero que se desvío en alguna trifulca quiteña de hace años y perforó el vidrió y penetró el adobe, pero pasó así de cerca nomás de la sien de la mamabuela, que aún era niña, dejándola viva. De esos hilos ínfimos pende el destino, la familia, la casualidad nuestra existencia. “Eres una persona celeste/ y yo como los ratones/ veo tu temperatura a la distancia”. Y en medio de la muerte que campea, contra ella o simplemente en su carril, la vida que es árbol de cedro, flor de mastuerzo, bambú que aplaude…

Si el poema de la seda y la serie de poemas sobre la pandemia marcan cumbres en este libro explorador de simas, hay un texto que anuda lo que fue con lo por venir y que habla de mujeres sabias, de cosas delicadas que el tiempo no logra borrar, del miedo. En “El vestido” se recorre la tarea colectiva, coral, de elaborar un traje en el cual se van engarzando los hilvanes y la memoria, un vestido de novia en el que las telas de la vida se van sumando, cosidas bajo el arco del hilo que una mujer guía.

Pero más de un arco atravesará

esta prometida:

el arco de agua de las capitanas

un arco de plumas y de piedra

un arco de manos

el arco del triunfo el arco de la reina

el arco con antorchas de las mujeres movilizadas

el arco de esta puerta

y todas las otras a elegir.

 

¿La hija se casa? ¿Una nieta, la ahijada? Si el poema es una ceremonia, celebra desde la mirada de la pitonisa, de la sacerdotisa, de la maga, el tránsito de una hermana hacia otro estadio. El vestido, habitado por fibras de vicuña, por hilos de “la colcha que envolvió a la recién nacida / mientras el abuelo le daba / su primera lección de tango”, de disfraz de pastora, de traje de vaca loca, de capa de Drácula hecha por la abuela, de vestidos heredados de las primas, de trajes del ballet andino, mandiles y uniformes llenos de pintura…

Este no es un recuerdo

es un reflector

sobre el vestido tembloroso.

Cuando ella lo vista no se habrán borrado

                             las huellas de la tiza

en la tela verde del pizarrón

las palabras deletreadas la vaca.

 

Y sentirá sus manos atravesar las mangas

mientras buscan asir lo que está del otro lado y no puede verse.

 

En este trayecto final del libro la memoria coquetea y logra aquietar a la parca que obsesiva y minuciosa nos persigue. El mar y sus grandezas (“siempre es posible matarse en el mar”), es retratado como borde donde también el miedo habita en forma de “tiburones armados” que “nadan a oscuras”, o de “burbujas” que “te jalan los talones”. “Monstruos de bocas abiertas / se han quedado esperando / descomunales”. “La noción de morir se ha de quedar/ y piedritas molidas entre los dientes”.

El tiempo avanza y las velas de las iglesias son hoy foquitos que se prenden con una moneda, serán acaso mañana códigos QR para rezar.

afuera raya el freno de los buses

sigue el gemir

algún animal indefinido indefendido

un gallo cachorro

un niño asado por los azotes

 

Me recuerda a Quito, tiene sabor a Quito viejo de vírgenes y de ángeles de madera policromada, el poema Ombligo. Porque Quito es mismamente pupo del mundo, porque en el ombligo de un ángel se endulzó el tallador y ahora el ángel es otra y el ombligo es una clave erótica.

es que es un ángel con ombligo -te digo

una cuarta más abajo

hay una madeja mojada

una ínfima lengüita

un hocico de coneja iridiscente

 

Y es Quito, sí, con su Alameda astronómica, astral, con las cabezas de los poetas y de los geodésicos, con el monumento a Bolívar. El parque donde murió el fotógrafo Julio García. El parque al lado de la cruz roja. Conozco sus barquitos y he pescado willi-willis allí en otro tiempo. Y en el siguiente poema, como bajando nomás dos cuadras por la avenida Pichincha, el coliseo de toda la vida y adentro una elección de reinas, pero no las fashion top model influencer que salen en la tele, sino de las chiquillas de las parroquias, de los barrios.

la que podría amanecer como susana

séptima

lleva genuino traje de tigrillo

(…)

la pequeña candidata no alcanza

la estatura internacional

en esta carpa junto a la plataforma

su lugar arrinconado es una silla de cromo

y su espejo de mano un camerino

tiene los foquitos de su sola valentía

 

Abierto el grifo de la memoria, gotea y se desborda en los últimos poemas. Un tsunami en la lejana Iloca, allá en Chile, y el circo que arrasó: un tsunami de verdad y un circo que se inventó para una telenovela, una tragedia que incluso pudo alcanzar a la fantasía. Y del terremoto austral del 2010 al quebranto íntimo de la casa en venta (¿la que fue de los padres o de los abuelos, acaso?) que se queda cerrada, callada, con una ventolera abierta por la cual cabe una paloma que escoge morir acá.

Entró por la buhardilla

y luego no dio con la salida.

Cuánto lo intentó.

Fue por agua al grifo clausurado.

Vidrios temblaron con sus golpes.

Días de agonía en una jaula gigante.

 

Un poema en tres partes reflexiona sobre los nombres. Los que hemos heredado, porque muchos nos llamamos como nuestros abuelos y abuelas. Los que nunca recibimos, porque acaso hubieran tenido una contradicción íntima con lo que somos o íbamos a ser. Los que nos fue dando la vida, como etiqueta por cómo nos ven los otros, por cómo nos oyen, cómo nos dibujan.

El último poema del libro, “Camerino”, se ofrece como una rendija para que espiemos ese momento previo al espectáculo. Ese lugar de las esperas tras las bambalinas, donde “hay luz para mostrar los contornos de las cosas / los pelitos parados // lo demás tinieblas // nadie me verá”. El lugar del miedo y los pasamanos que ayudan a vivir, “dos tragos que raspan la intención de salir”. Y aunque anhela mejor “caer en la fosa”, rebotaría en cuerdas de gato de vuelta al escenario.

 

brincó de vuelta

lució la luciérnaga que tenía cosida

en la garganta

El intermedio del concierto, la pausa para enfriar la cara en el espejo, sentir, querer sentir una emoción como la primera vez… Pero “el de la tramoya está tan aburrido”, el tiempo ha pasado y está todo lleno “de arañas / y esqueletos / huevos de insectos fallidos”. Una sombra, la del ala del oscuro ángel, empieza a dejar su huella.

qué tienes en el pecho

margarita

que apagado se te ve.

 

Alfonso Espinosa Andrade

 

Compartir esta noticia